Entre la emoción y la esperanza
Lentamente cambia el entorno del clima: llegan los frescos, se van los calores, soplan vientos otoñales y el pintor virtuoso pinta todo de oro. Vuelve (¿?) la vida sencilla de la comarca (ojalá). Comienza a rememorarse la emoción y a revivirse la esperanza. Los niños y los jóvenes vuelven a sus estudios (los que pueden) y los mayores renovamos emociones ante su presencia en aulas. Los que tienen chiquitos cercanos, son sensibles a las caritas perdidas detrás de grandes moñas; los que añoramos a nuestros nietos adolescentes, los imaginamos en sus nuevas funciones estudiantiles, ya orientados a construirse senderos de vida. Todos con la esperanza de que esos sueños (más nuestros que de ellos) se desarrollen, no sin esfuerzos, hacia metas que los lleven intelectual y humanamente más lejos que nosotros mismos.
Entre esas sensaciones se inserta la duda. ¿Llegarán, avanzarán, podrán salir siquiera? La razón nos dice que no depende sólo (o nada) de nosotros, la experiencia nos grita «ni siquiera sólo de ellos mismos»; pero la omnipotencia interior nos lleva a pensar y hacer que nos sintamos responsables y capaces de ser motores de propulsión para esas aspiraciones tan «florencianas» (por Sánchez, se entiende). Y todos (o casi) nos armamos de valentías hasta ahora ignoradas y nos ponemos a tratar de levantar supuestas piedras de su camino que son verdaderos peñascos. Por supuesto que, sudorosos, esforzados al extremo y muchas veces impotentes, sentimos que estamos cumpliendo. Nos hace felices, porque antes alguien lo hizo por nosotros o porque hubiéramos querido que así hubiera sido, para que nuestro propio camino fuera más largo, la meta más brillante y la satisfacción multiplicada.
Está bien lo que hacemos. Aunque nos equivoquemos; aunque movamos piedras innecesarias o que debieron quitar ellos mismos; quizás hacemos sacrificio pragmáticamente inadecuado, pero que espiritualmente nos gratifica.
Ojalá esa emoción y esa esperanza fueran colectivas y colonizaran los espíritus de quienes son los legal y moralmente responsables de ofrecer caminos hacia los logros. Las repúblicas democráticas y aún las monarquías parlamentarias organizadas como aquéllas, tienen (o deben tener) mecanismos institucionales para que sus jóvenes verdaderamente puedan construirse un camino acorde con «sus talentos y sus virtudes».
Esa realidad, probado está, que no siempre se vive.
La «meritocracia» en verdad no existe. No son todos los jóvenes capaces de todas las familias, los que llegan a construirse un camino. Algunos agentes políticos responsabilizan de ese fracaso a la falta de empeño, otros a los responsables de educar, otros a los entornos poco virtuosos; algunos a las falencias de la organización institucional, que no trata de manera desigual a los desiguales y por tanto no tiende los necesarios puentes que necesitan los más desvalidos (aunque capaces) para cruzar de la isla de la exclusión a la costa de la equidad.
Cuanto más pasa el tiempo y más leo, más admiro a José Artigas: al luchador social, al que pensó que «los más infelices sean los más privilegiados». Ese Artigas cuyas estatuas reciben flores algunas veces, sus palabras se funden en bronce, pero sus significados se fugan como agua de un colador.
Las emociones y esperanzas de los mayores, sólo se transformarán en gratificaciones, cuando los hijos de desocupados puedan estudiar al mismo nivel que los de los acaudalados o bien remunerados. No será nunca lo mismo, estudiar iluminados por la única luz de un modesto comedor o cocina, mientras la familia habla o come, que en un dormitorio o escritorio aislado, iluminado y abrigado.
No estoy tirando pálidas como se decía antes; estoy recordando y tratando de encender entusiasmos por fortalecer la educación pública, única capaz de ofrecer ese nivel equitativo de formación. Lo dice alguien salido de una escuela privada, aterrizado en liceo y escuela normal públicos, que sabe que el tiempo ha cambiado ferozmente desde entonces y que las tecnologías valen quizás tanto como la inteligencia, la memoria o la voluntad.
El fortalecimiento de esa educación popular nace en los cimientos de buena preparación de los educadores, esfuerzo de estos y de las familias y condiciones de la infraestructura educativa; todas características que requieren una base presupuestal fuerte. Eso falta.
La equidad en las oportunidades no está existiendo. Quienes pueden acceder a profesorados e instituciones de alto nivel, porque pueden pagarlos, sin duda que llegarán mejor y más lejos, aunque no siempre sean los más inteligentes y esforzados.
No tenemos derecho a tolerar, y menos permitir o apoyar que la sociedad uruguaya se agriete en las más tiernas edades por diferencia de oportunidades. Nada ha hecho de malo el hijo de un obrero o de un desocupado, para ser servidor de quien, posiblemente con menos capacidad, ha tenido una academia a su servicio.
Piénselo.
Su emoción y la mía; su esperanza y la del dueño de una fábrica, tienen el derecho a sentirse gratificadas por el buen camino que nuestros descendientes tengan la oportunidad de construirse en equivalentes condiciones.
Educación pública, fuerte y capaz: punto de partida de sociedades sin discriminados.
Ramón Fonticiella es Maestro, periodista, circunstancialmente y por decisión popular: edil, diputado, senador e intendente de Salto. Siempre militante.
UyPress – Agencia Uruguaya de Noticias