Ni viejos ni chicos deben vivir de limosnas

La frase del título no necesitaría explicaciones: nadie aceptaría que sus padres y abuelos, o sus hijos y nietos, debieran depender de limosnas para sobrevivir. Pero compleja es la realidad. Hoy en el mundo y en nuestro pequeño Uruguay, tenemos ancianos y niños que deben sobrevivir de la limosna. No me refiero a quienes tienen la mano tendida esperando unas monedas en un semáforo, en un portal, o en una cola para recibir comida. Hablo de la limosna institucionalizada, la que el modelo de país que está construyendo el gobierno conservador, hace perfilar en cada una de sus acciones castradoras de posibilidades a las clases populares. Hago especial referencia a las dos grandes franjas etarias más frágiles de la sociedad. Los viejos, en general, no somos capaces de generar producto que nos permita mantenernos, cuidar la salud, apoyar a familiares o vivir una vida plena; nuestras limitaciones físicas y mentales nos encuadran, a mayor edad menos posibilidades. Los niños, cuanto más chicos más indefensos y dependientes; por algo la pobreza que más crece es la infantil: sus progenitores son su sostén; si son pobres o indigentes, el infante está a la deriva.

Esto pudo haber sido siempre así, pero los cambios culturales y económicos, han hecho que cada vez menos gente concentre más riqueza y poder, en desmedro de una mayoría que cada vez tiene menos y menor acceso a bienes por su propio esfuerzo, a riesgo de anular las posibilidades de desarrollo de los hijos y aún de la elemental manutención.

Hay más de una forma de fundamentar estas realidades. La que está en boga en este país, es que cada vez el conjunto más fuerte de la sociedad, entregue menos a estas clases desvalidas. La reforma jubilatoria que está en discusión no plantea ningún camino hacia la mejor vida de los trabajadores que mañana serán jubilados. Todos los cambios en el sistema, tienen como único cometido que el Estado «gaste» menos en sus viejos, sobre todo en los más pobres. Se plantea una asquerosa discriminación entre los habitantes de buenos recursos y los de menores posibilidades. El changador, la cocinera, la domestica, el clasificador de residuos, el ayudante, el peón de estancia, el jornalero hortícola, tienen un futuro más desvalido que el militar, el profesional, el secretario de un ministro. Cuando cumplan más de setenta, todos serán viejos: tendrán achaques, frío, artrosis, osteoporosis, cardiopatías…soledad; pero los más pobres recibirán una jubilación o pensión insuficiente para sobrevivir con dignidad. Todos tienen dos pulmones, riñones, columna vertebral, pero no estarán en equidad de condiciones para vivir en la plenitud que merecen. Unos dependerán de una jubilación «de limosna», los otros de una algo más justa o de los ahorros que su posición les permitió reunir. 

Una situación casi a espejo se plantea con los niños, cuanto más pequeños más grave. Los chiquitos deben ser alimentados, educados, cuidado su desarrollo físico e intelectual, clave para la juventud y la madurez. Sólo podrán lograrlo quienes pertenezcan a familias con ingresos dignos y educación capaz de promocionarlos. Los demás dependerán de la comida del comedor escolar, del CAIF, de los merenderos…o de las ollas; algunos disfrutarán del esfuerzo de maestros y asistentes sociales que procurarán plantearles y hacerles conocer un mundo diferente.

Lo escrito no es una prosa plañidera, ni una cursilería barata. Es la realidad si no cambiamos otra vez la estructura de este país.

El actual gobierno, cabildantes, independientes, colorados y herreristas, ha impuesto un modelo social partido en dos: consolidados en bonanza y desarraigados. Hay acciones, leyes impopulares, discriminación y, por qué no, avasallamiento de derechos. El gobierno de Lacalle, Manini y Sanguinetti ha obligado a que el peso del país lo pague el trabajador. Salarios maniatados, jubilaciones fondeadas, empleos destruídos han sido una constante. La necesaria participación de las clases económicas (y sociales) dominantes en el esfuerzo, ha sido soslayada. Aún resuena la voz de Lacalle conceptualizando que «al malla oro hay que cuidarlo». No se necesitarían más palabras para explicarlo. Este gobierno se trazó un único objetivo: dividir al país en poderosos y necesitados que los sirvan por poca paga, aunque lo disfrazara con «bajar el déficit». Sus acciones siempre rumbean para el mismo lado: cuidar al capital (que no está mal), aunque se destruya al obrero y el jubilado (que es terrible).

Poco más de un año resta para las elecciones nacionales de octubre de 2024. No se trata de que «hay que ganar»; se trata de decidir si se aspira a un país donde chicos y viejos vivan de limosnas (subsidios, jubilaciones pobrísimas), o uno donde todos accedan a un estado de bienestar justo: los trabajadores con salarios dignos, por ende los jubilados con retribuciones justas y los niños…sólo diferentes por sus talento y sus virtudes.

Es posible. El camino se había iniciado, pero el hoy gobierno elaboró la fantasía de que se estaba mal, porque los poderosos debían legalmente contribuir al bienestar colectivo. 

Si se celebra una fiesta patria fuera de fecha, nadie comerá más ni menos, no habrá menos corrupción,  ni será más feliz la vida. Si toda la sociedad aporta a la pública felicidad en la medida de sus posibilidades, nadie vivirá de limosnas.

Piénselo. 

Ramón Fonticiella es Maestro, periodista, circunstancialmente y por decisión popular: edil, diputado, senador e intendente de Salto. Siempre militante.

UyPress – Agencia Uruguaya de Noticias

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