Por la escritora Ada Vega
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Tenía veinte años cuando, por primera vez, llegué a Montevideo desde la ciudad de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos en una casa junto al río Uruguay, cerca del puerto desde donde salen y llegan durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor. Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán, en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían instalado allí un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico.
Atendíamos a turistas que llegaban desde los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario lo hacía en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que, según supe después, hacía varios años pasaba con su familia, las vacaciones en Daymán.
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En realidad, no recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente que podía llamarla, pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana el primer día de descanso la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió, y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de Concordia. Subí corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos fuimos juntos a caminar por la costanera.
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A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar con los padres para formalizar nuestra relación y no tener que seguir viéndonos por la calle como si tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio. No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme alejado de los suyos.
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La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente, cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas, vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella. No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—, y se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina.
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Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
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Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
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En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano. Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en la plaza de comidas del Shopping Center Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos, en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.
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Mi padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio. Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
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La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio caminé un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también pertenecía a la ciudad. Que desde ese momento era un ciudadano más de la capital.
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Al volver entré en un bar, pedí pizza y una cerveza. Después regresé al hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo, para donde me mudé a los seis meses de haber llegado a la capital.
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Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba buscar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que, en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos. En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad, me sentía muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a los Estados Unidos. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar la invitación. Así pasó un año largo.
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Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí. Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado, odiado y olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí de la pizzería a las dos de la mañana, me estaba esperando.
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Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro pertenecía al pasado: ella estaba casada y yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo creía que éramos novios y nos amábamos. Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví la pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella.
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Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre.
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Me fui para Estados Unidos un domingo, a fines de noviembre de 1997, en un avión de American Airlines con destino: Montevideo – San Pablo – Nueva York, en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
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Comencé a trabajar con Santiago, en una empresa de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo trámites administrativos, cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del piso 70 de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, y los gritos de la gente, los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
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Viví nueve años en Estados Unidos con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Hacìa unos años que estaba en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos. Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas.
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Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American Airlines: Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo, con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del puente internacional, sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia me había rozado sin herirme. ¿Sería que la tercera me estaba esperando? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz. Por lo tanto me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados.
Llegamos justo para los festejos, del 8 de noviembre de 2006, por los 250 años del proceso fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia nos estaba esperando. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.
El Eco Digital