La Revolución Industrial, como todo proceso histórico, comenzó a gestarse en forma paulatina, pero podemos ubicar su inicio en la segunda mitad del Siglo XVIII, en Inglaterra, con el surgimiento de la producción con maquinarias, favorecida, a su vez, por la invención de la máquina a vapor, casi cien años antes.
La Revolución que se inició con la mecanización de las industrias textiles y el desarrollo de los procesos de obtención de hierro, se extendió a la mayor parte de Europa y a los Estados Unidos.
También fue favorecida la expansión del comercio, por la mejora de las rutas de transportes y, un poco más tarde, por el nacimiento del ferrocarril.
A partir de ese momento las fábricas comenzaron a atraer a grandes masas de trabajadores desplazados del campo, de esta manera se modificó la forma de trabajo y el obrero dejó de ser dueño de las herramientas y del objeto producido.
Pero estos cambios también trajeron consigo pésimas condiciones laborales. Según diversos relatos históricos, la situación del trabajo en las fábricas y la vida en los barrios obreros escandalizó a los testigos de la época.
Los testimonios existentes se refieren a jornadas laborales de más de dieciséis horas de trabajo en ambientes sin ventilación, en condiciones nulas de seguridad y bajo el control de capataces que castigaban con dureza a quienes no cumplían con las pautas establecidas.
Asimismo, las condiciones de higiene y salubridad eran deplorables.
Por otro lado, la incorporación de trabajadores se realizaba indiscriminadamente entre hombres, mujeres y niños.
También los barrios y sus viviendas eran insalubres. A todo este conjunto de problemas se lo denominó como: “La cuestión obrera”.
En 1810, el pensador del socialismo utópico, considerado el padre del cooperativismo, Robert Owen, se refirió a que la calidad del trabajo de un obrero tiene una relación “directamente proporcional con la calidad de vida del mismo”.
Algunos años después impuso el popular lema: “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreación y ocho horas de descanso”.
Ya para 1830 la demanda por la reducción del horario de trabajo era una solicitud generalizada en los Estados Unidos.
Pero las condiciones de trabajo continuaron incambiadas hasta que la “American Federation of Labor” (Federación Estadounidense del Trabajo), resolvió durante la celebración de su IV congreso, realizado el 17 de octubre de 1884 en Chicago, que desde el 1º de mayo de 1886 la duración legal de la jornada de trabajo debería ser de ocho horas.
La gran huelga
También advirtieron que desarrollarían una huelga generalizada si no se lograba tal reivindicación.
En ese marco, recomendó a todas las uniones sindicales que redactaran leyes en ese sentido en sus respectivas jurisdicciones.
Fue en ese marco que el presidente de los Estados Unidos, Andrew Johnson promulgó en 1886 la Ley Ingersoll, que estableció la jornada de ocho horas, aunque también contenía cláusulas que permitían aumentarla a 14 y 18 horas.
Esta norma no fue aceptada por las patronales por lo que comenzó a gestarse la gran huelga.
Los obreros de los Estados Unidos comenzaron a organizarse hasta que llegada la fecha establecida en el IV congreso de la Federación Estadounidense del Trabajo, paralizaron el país productivo con más de cinco mil huelgas.
El 1° de mayo de 1886 unos 200.000 trabajadores comenzaron la huelga, mientras que otros 200.000 conquistaron las ocho horas con simple amenaza de parar.
Según diversos reportes, en Chicago, donde las condiciones de los trabajadores eran peores que en otras ciudades, las movilizaciones prosiguieron los días 2 y 3 de mayo.
Un duro episodio de la lucha fue el incidente que se produjo en una de las pocas empresas que no paró aquel día, la fábrica de materiales agrícolas de Mc Cormick que contrató rompehuelgas.
El día 2 de mayo se realizó una concentración de los obreros despedidos de Mc Cormick para protestar por unos 1.200 despidos y los brutales atropellos policiales.
Mientras se celebraba el mitin frente a la fábrica, y cuando estaba en la tribuna el anarquista August Spies sonó la sirena de salida de un turno de rompehuelgas, y comenzó una batalla campal. La Policía, sin aviso, procedió a disparar a quemarropa sobre la multitud produciendo 6 muertos y varias decenas de heridos.
Spies publicó de inmediato un manifiesto en el Arbeiter Zeitung: “Si se fusila a los trabajadores responderemos de tal manera que nuestros amos lo recordarán por mucho tiempo”
Asimismo, convocó un acto de protesta para el día siguiente, en la plaza Haymarket.
Se consiguió un permiso del alcalde para hacer el acto a las 19.30 en el parque Haymarket. Los hechos que allí sucedieron son conocidos como “Revuelta de Haymarket”.
“Grandes oradores harán presencia para denunciar las últimas atrocidades cometidas por la policía, los disparos a nuestros compañeros de clase ayer por la tarde. ¡Trabajadores armaros y haced fuerte presencia!”, expresaba uno de los folletos convocando al mitin.
Fuego indiscriminado
La concentración congregó a más de 3.000 huelguistas, pero hacia el final del acto y cuando quedaban 200 asistentes, un destacamento de 180 policías fuertemente armados se presentó y un oficial dio la orden de disparo.
Una bomba estalló y la policía transformó a Haymarket “en una zona de fuego indiscriminado, hubo muertos y más de 200 heridos”.
Se desató entonces una ofensiva contra los anarquistas. Se clausuraron los periódicos, se allanaron las casas y locales obreros y fueron prohibidos los mítines.
En Chicago se llenaron las cárceles de miles de revolucionarios y huelguistas. En ese marco, arrestaron a todo el equipo de imprenta del Arbeiter Zeitung y la policía detuvo a 8 anarquistas: George Engel, Samuel Fielden, Adolf Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August Spies. Todos eran miembros de la Asociación Internacional del Pueblo Trabajador.
Según diversos reportes, el juicio fue totalmente manipulado. Se les acusaba de “complicidad de asesinato” aunque nunca se les pudo probar ninguna participación o relación con el incidente de la bomba ya que la mayoría no estuvo presente y uno de los dos que estuvieron presentes era el orador en el momento que la bomba fue lanzada.
A finales de mayo, varios sectores patronales estadounidenses ya habían accedido a otorgar la jornada de ocho horas de labor a varios centenares de miles de obreros.
Pero los 8 anarquistas fueron condenados a muerte. Al aproximarse el día de la ejecución, cambiaron la sentencia de Oscar Neebe, Samuel Fielden y Michael Schwab a cadena perpetua, y Louis Lingg apareció muerto en su celda.
El viernes negro
Al mediodía del 11 de noviembre de 1887 Spies, Engel, Parsons y Fischer fueron conducidos a la horca. En la caminata los cuatro entonaron La Marsellesa Anarquista. Ese día sería recordado como “el viernes negro”.
El episodio fue retratado en forma memorable por José Martí, quien se desempeñaba como corresponsal en Chicago por el periódico La Nación de Buenos Aires.
“Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro… Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: ‘la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’. Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable”.
En julio de 1889, la Segunda Internacional instituyó el “Día Internacional del Trabajador” para perpetuar la memoria de los hechos de mayo de 1886 en Chicago.
Esta reivindicación fue adoptada y promovida por la Asociación Internacional de los Trabajadores, que la convirtió en demanda común de la clase obrera de todo el mundo.
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